miércoles, 26 de junio de 2013

ENTRE



Entre el negro de su mirada y la luz de su sonrisa, siempre estaba él. Entre sus manos, siempre intentaba estar ella. No lo conseguía siempre, pero lo intentaba con todas las fuerzas que aquellos ojos le enviaban a la piel. 
En algún momento de aquella ajetreada relación –si aquello era realmente o no una relación era algo que habían dejado de preguntarse, por la imposibilidad de responder razonablemente-, alguno de ellos se había enamorado. En otros momentos no estaban tan enamorados. Ella se llamaba Alma y dijo alguna vez que sería imposible para su cuerpo estar  tanto tiempo enamorada, con aquella intensidad. Él se llamaba Corazón, y rio. 
Rio y, haciéndola callar de sonrisas, la volvió a enamorar. No se querían con el cerebro. Ni siquiera con sus nombres, se querían con las manos. Con las manos porque entre ellas se encontraban uno al otro. También porque jugaban el uno en las de la otra, y siempre, mucho, viceversa. Se querían con la mirada porque en las calles más bonitas del mundo eran capaces de comerse la vida sin moverse, y de besarse los párpados sin rozar a nadie. Con los labios porque se besaban a quemarropa, siempre, sin tener en cuenta que la piel podía quedar marcada. Quedó. Pero no lo tuvieron en cuenta. Se querían con la piel. Con la vida. Se querían, a veces. Cuando se desnudaban, en aquel último piso de aquel edifico tan estrecho, el sol surgía de la luna. De lo masculino emergía lo femenino, y ya nada era lo que parecía. Se entremezclaban, ellos, entre las sábanas, el sudor, los labios, las canciones, las manos, los sexos. Vivían, y morían dos o tres veces. A veces cuatro, ella. O cinco o seis. Y reía, porque no podía controlarlo. La risa también le era difícil de controlar. Saciaban la sed del uno en la piel del otro, y respondían así a preguntas que nunca se habían hecho. Alma siempre miraba por la venta, que prescindía siempre de mostrar paisajes preciosos. O paisajes, simplemente. Aquella ventana daba a un patio de esos a los que ella llamaba “antiguos”. Un patio de vecinos, cuadrado, pequeño, con más ventanas. Todas por debajo de aquella. Le gustaba pensar que estaba por encima físicamente de todo el mundo. Le gustaba ver a la gente que salía por aquellas ventanas  sabiendo que no podían verla a ella. Volvía a sonreír. Salía a la ventana con lo que tuviese puesto. O sin nada. De todos modos, nadie podía verla. Él se quedaba en la cama aún un rato más, con un cigarro entre los labios. Ella odiaba aquellos labios cuando entre ellos había humo. Siempre la miraba mientras fumaba. Sus ojos oscuros acariciaban la silueta de su compañera, y volvía ilimitados los límites de su piel. A veces incluso tenía la sensación de estar acariciándola con la mirada. Ella se erizaba mucho cuando estaba de espaldas a él. Pero no sabía nada de sus caricias visuales. Él se reía, a veces de que ella no se diese cuenta; otras veces de creer realmente en las caricias visuales. 
Entre ellos había locura. Temblaban mucho, algunas veces, en aquella habitación, con aquel aire. Enloquecían. Entre ellos, había vida. Entre ellos, el amor de la piel. Entre ellos estaba la canción contra la pena, el sol entre las sábanas. Entre ellos, las semillas y las flores. Entre ellos, el alma y el corazón. Entre ellos… entre. 
Con tu caricia 
erizo mis límites.
J. Jesús Camargo  (mi Chuchiringo)