jueves, 30 de enero de 2014

Soplemos...

Resulta que ella no cree en el amor convencional. Yo la entiendo. No cree que la posesión y la fidelidad demuestren nada, más que la irracionalidad del ser humano. Y la irracionalidad es el primer momento del amor, el por qué, el por qué me gusta, por qué tengo ganas de verle, por qué ahora le echo de menos. Pero la irracionalidad queda ahí. Luego, debemos intentar que todo sea lo más sano posible. Más que nada para no hacerle daño a nadie, ni a nosotros mismos. ¿O no? 


Hablaba de posesión con él, con frío, en un bar frente a un aquarius de naranja. Sin hielo. Era de noche, ya hacía un rato que el sol se había escondido. No sé por qué hablaba de posesión, supongo que habíamos hablado de muchas cosas y habíamos llegado allí por casualidad. O tal vez es un tema que, inconscientemente, le explico a todas las personas que me gustan. Por si... Él puso una cara un poco rara, tal vez yo lo expliqué de una manera demasiado sistemática, pero era lo que sentía. Me dijo que él prefería dejarse llevar. Yo también prefiero dejarme llevar. Pero ese límite está establecido. O eso creo. No quiero volver a perdonarme nada. Y ese es el primer paso. Así pues, con su cara rara frente a mí, sonreí. Claro, me dejo llevar, pero la posesión, por cualquiera de las dos partes, no  me parece una manera sana de... relacionarme. 
La última frase me costó pronunciarla, porque quería decir "amar", pero ya estaba suficientemente asustado... 
Nos no-tomamos nuestros refrescos  y nos fuimos de allí. Qué frío. Entramos en un coche de dos puertas, de un color frío mezclado con dulzura. Nos reímos de algún programa de la radio. Yo pensaba en el abrazo que me había dado al verme. Y en el que me había dado al salir de aquel bar nocturno. Me mira y se acerca. Creo que me está besando. Sí, me está... ¡Nos estamos besando!

Me aparto los pelos de la cara y le miro: ¿No eras tú el tímido? Me contesta con el mismo cielo en los labios y hace una frase con "me" y el verbo gustar. Le estiro de la chaqueta y le miro los labios, dejo de verlos, de nuevo, para sentirlos. Me gusta. Me gustas. Tú también, quiero decir. O sea, que tú también a mí. Y tus manos, tus ojos. La manera en que te ríes de mí y me llamas cosas que no soy. Me gusta que a veces no entiendas mis bromas de inteligentes y, sobretodo, me encanta mucho, muchísimo, que sonrías tímidamente entre tanta libertad. Tu gesto cuando remuevo en tus cielos y tus manos entre mis cabellos. Yo no suelo  hacer estas cosas. Suelo perderme, sí, pero no cuando quedo con alguien que casi no conozco; porque no suelo quedar con ellos. Ni suelo aceptar besos que seguramente no son míos. Pero... Pero... Es que me gustas.

Sentir que es un soplo la vida, 
que veinte años no es nada... 
Volver. 

jueves, 16 de enero de 2014

Se Aleja...

Se aleja con aquellas piernas hinchadas y medio amoratadas de tanta vida, de tanto haber vivido, de tanto haber luchado contra viento y marea, de tanto haber sufrido, también. 
Se aleja con su carita arrugada, de tanta vida, de tanto haber reído, de tanto haber besado. Arrugadita de tanto sonreír, de tanto amar al mundo. Su pelo ya blanco, de tantos días que llevaba en su espalda, de tantas cuestiones como resolvió en años. 


Mis recuerdos infantiles la sobrevuelan ayer y también hoy. Mi mente la tiene en cuenta cada vez que pienso en piedras, en llantos y en abuelos a los que adoro. La recuerdo, con ese paso firme, aunque tal vez doloroso. Con una olla entre las manos y un vestido por la rodilla de colorines. Era increíble. Llegaba gritando un "Juana" largo, muy largo. Y si nos veía por allí, en el campo, en el sofá, dejaba la olla donde pudiese y empezaba a halagar y a preguntarnos. Con sus manos, aún calientes por la olla, repasaba nuestras caras como si estuviese dibujándolas para que quedasen escritas en el aire. Repasaba la barbilla de mi primo Vicente, y mis cejas. Te pareces a tu madre. Pero qué bonita eres, niña, tú eres mucho más bonita que tú madre, ¡y mira que tu madre es bonita! Hasta los pelos de las cejas los tienes bonitos. ¡Mira, mira qué cejas!  Nosotros, pequeños y grandes, sonreíamos tímidos y nos mirábamos unos a los otros, y cuando ella ya no estaba, reíamos y comparábamos lo que nos había dicho a cada uno.  Luego cogía su olla y repetía aquel largo "Juana". Cuando Juana la oía venía corriendo al salón, y se besaban largamente, aun con la olla entre ellas. Hay qué ver, Antonia, lo bien que estás. -Pues eso es lo que tendrías que hacer tú!! Con la de niños que tienes siempre aquí y tú siempre llorando, ay, Juanita. Sí que es verdad, decía Juanita y pensábamos todos. 

Se sentaba en el sofá, entre nosotros o frente a nosotros, y nos explicaba qué traía esta vez en la olla. Menundo, 'espoleá', ajo... De todo. Que había venido alguno de sus hijos y había hecho comida de sobra. En esos campitos siempre se hacían comidas de sobra!

Qué difícil ahora, qué difícil volver a los campitos que ya no son campitos, qué difícil que las personas que los habitaban y que nutren nuestros recuerdos se estén alejando tan rápido. Con tanta fuerza, con tanto cariño, con tanto tesón. Y se aleja. Se aleja también con la sonrisa, con los pasos firmes pero cansados, con los cabellos blancos, con once partos a cuestas... 



Se Aleja, la tita Antonia. Nuestra Aleja

domingo, 12 de enero de 2014

Arrocito de lágrima.

Hace ya algunos años que llegó, y hoy, se ha ido.
Abrió la puerta de aquella clase de tercero de ESO, seria, con una mueca de fastidio, muy morena, con el pelo corto, pelirrojo, de punta y un flequillo hacia el lado derecho. Nos la presentaron como 'Rocío'. Yo me sentaba en la parte de las ventanas, como siempre. Delante de mí se sentaba un chico colombiano con una sonrisa espectacular, plateada. Varias mesas más allá se sentaban niñas hestéricas, chicos que hablaban de las pestañas de los burros, chicas medio rubias que hoy son extrañas en mi mundo. También había un chico marroquí con nombre de fruta y un dominicano que discutía sin saberlo con alguien que tal vez le quería. 
Ella abrió la puerta y parecía que debíamos agradecerle por estar allí con nosotros. En la primera clase la sentaron junto al dominicano, que también tenía un nombre especial. No se cayeron bien. No es extraño. Había que saber llevarla. 
No sé cómo, pero yo supe hacerlo. En el cambio de clase le pregunté. ¿Cómo te llamas? ¿De dónde vienes? ¿Has repetido? ¿Te quieres sentar con nosotros? Desde aquella frase no se fue jamás... Hasta hoy. 

Empezamos sentándonos juntas, pero hemos vivido mucho más de lo que mi piel, hoy, es capaz de recordar. Juntas nos  comimos el mundo y, algunas veces, nos empachamos de él. Otras veces el mundo se nos quedó grande y no supimos llevarlo. Hemos dormido en camas separadas mientras, con las luces apagadas, conocíamos poco a poco el amor por otras personas. También nos hemos quedado dormidas, llorando, en la misma cama. Alguna vez también nos hemos mentido y muchas nos hemos enfadado. Nos disfrazamos de Super Mario Bross  y de Luigi, y nos sonreímos en la distancia cuando vemos que nos separa una calle de distancia. Cuando la felicidad ha tocado nuestra puerta, una llamada ha informado de ello a la otra. Y, casi siempre, cuando lo que ha llamado ha sido la tristeza, ni siquiera ha hecho falta. 

Un día me di cuenta de que, si echaba la vista atrás, ella siempre formaba parte de mis recuerdos, y a partir de ahora, ya no sé si será así. Los recuerdos que tengo hasta hoy son también suyos, pero hoy empieza su nueva vida, y lo hace muy lejos de aquí. Ella es diferente. Es difícil, sí. A veces no te tiene en cuenta y a veces simplemente es feliz sin hacerlo, pero eso ya no importa. Le dije cuando quise que la quería, y también le expliqué que no me gustaba su manera de llevar nuestra amistad. Pero, ¿qué más da? La amistad es una relación... Un vínculo. Y las relaciones... ya se sabe, ¿no? Ni empiezan ni acaban. 

Todos los que compartían espacio con nosotros en ese curso de 2005 se han ido perdiendo por el camino, unos antes, otros después... Pero nosotros, jamás. Nuestros motes ya no son sólo nuestros, nuestros abrazos crean malos entendidos en trenes, y nuestros bailes en discotecas, pero eso nos da igual. Quinientos millones de reproches, de vez en cuando, no podrán superar nunca a quinientos mil millones de abrazos, de momentos únicos, de sonrisas... De tatuajes hechos y deshechos, de pieles acariciadas y de lágrimas rodantes. Nunca podré(mos) borrar aquellos primeros patios, pero tampoco aquel primer pantalón de David, ni aquella sonrisa al vernos después de algunos meses. Su hijo es, en una pequeña porción -ya se sabe: el espacio entre las paletas-, también mío, y espero que jamás se olviden de mí. Porque ahora ya no están a diez calles, ahora ya no me podrán llamar si necesitan algo, ahora, la Chanchi, se queda tan tan lejos de la Arró con Pollo que no sabe ni situarla en el mapa. 
Chanchi se pierde un poco ahora, sin nadie que le haga fotos con más chanchis y sin nadie que le empuje a hacer aquellas locuras que sola no hará. Nadie será la que le enseñe la parte dura de los problemas y la crudeza de su amiga se quedará eclipsada por su miel, ahora. Él ya no me besará la nariz cuando me vea, y no lo hará mil veces, casi engañado por mis 'otro y ya está', no iremos a la playa en el Chicharri y no le llevaré castillos de plástico, para crear castillos de arena. 

Pero hoy va a ser feliz, y va a recibir una letra por cada sonrisa, y será no sólo dichosa, sino también se sentirá viva por ello. Y él, poco a poco, sabrá conocer el mundo con otra sonrisa, aunque ahora más solitaria, sin sus tíos y abuelos, sin la chanchi-que-está-loca y sin su Marc. 

Pero siempre, siempre, siempre, estaremos-estarán, aquí. Y siempre, siempre, siempre, formarán parte de esto. Porque sin ellos mi locura es más cuerda. 

Gracias.

jueves, 9 de enero de 2014

Regalos

Llegué a aquella plaza atiborrada de gente que no conocía junto a tres chicas que me encantan. Las tres. Había gente que no conocía y había personas que me sonaban, otras que me saludan cada vez que -ahora ya menos veces- me ven por los pasillos ya casi inexistentes. Algunas eran incluso conocidos.
Entre la multitud un par de camisetas azules luchan, como las verdes, las rosas, las blancas, por unos derechos que les arrebatan. Entre el azul, una persona tímida, con una sonrisa que irradiaba luz, pero que casi no se veía. Le vi, sí le vi. En seguida, bajo aquella capa de timidez, de sombrero y de chaqueta grande, le vi. A él y a la sonrisa.
Todos, con gorro, con camisetas azules, con riñoneras, con rizos, todos, nos sentamos en el suelo -y hasta en una silla- y leímos. A mí me acompañaban Buber, Spinoza, Jesús Camargo y Jesús Saldon. ¡Qué cosas! Son mi gran favorito y un favorito aspirante a serlo, y se llaman igual. No me había dado cuenta hasta ahora.
Nos sentamos, y leímos. A Martin, a Jesuses, a Baruch. También a Cortázar y el amor en el patio. También a Marcuse. A más y más intelectuales. Les leímos allí, en medio de la plaza. Gente que pasaba y nos miraba, que nos preguntaba. Algunos que no preguntaban.
 
Él estaba frente a nosotros. No levantaba la vista de su libro (¿Qué estaría leyendo?) más que para sonreír de nuevo tímidamente, de medio lado hacia la derecha, cuando algún compañero hablaba, o cuando se levantaba para hacer una foto. Yo leía, y de vez en cuando, él me interpelaba. Sin saberlo, como casi todo, pero lo hacía. Le miraba, pues, absorta en el mundo vivo y en su sonrisa casi inexistente, y me fijaba en que era una persona un tanto extraña.
 
 
Más adelante, cuando cambiamos de escenario, se posicionó a mi lado, algunas personas más allá, por lo que no pude verle la cara. Cuando discutí con algún compañero sobre relaciones y sobre deseos, le sentí sonreír, brillando. Pero es cierto, no le vi. Tan sólo lo sentí, lo supe. Pero no lo vi. Le dibujé un árbol de la manera en que lo dibujaba de niña, e  intentó 'psicoanalizarme'. No sé si lo hizo, pero consiguió, desde el primer momento, ponerme muy nerviosa.
De repente, cogió su gran chaqueta y su pequeño sombrero, hizo un gesto de aspavientos y se fue.
 
Ya en el tren, las chicas que habían sobrevivido, me preguntaban y me decían que ellas también estaban nerviosas. Tengo que buscarle, me ha llamado mucho la atención desde el principio y no entiendo nada... tengo que buscarle. Pero... ¿Dónde? No sé cómo se llama, ni qué estudia... Qué chico tan raro. Todas reían mucho. Ella pensaba en la media sonrisa que le hacía las veces de luna cuando pensaba en comparaciones que tan sólo podían augurar extrañas comuniones.
Al poco tiempo llegó a casa y, al encender la luz de la costumbre nocturna, se lo encontró. No encontró su sonrisa, por más que la buscó, pero encontró el brillo de la palabra, que hasta ahora no había visto en su compañía.
 
Y hoy, siempre todavía, espera volver a hacerlo. Y hoy, siempre, siempre todavía, no espera que la gente le entienda, tampoco lo necesita, pero cree, siente, comunica, que esto, vuelve a ser especial. Y siente la viveza de la piel en sus dedos. Y la vida, como siempre, vuelve a sorprenderla en una sonrisa, y las sonrisas, como nunca, vuelven a regalarle el mundo... Vivo.

jueves, 2 de enero de 2014

Noche imposible

Le vio entre la gente un 31 de diciembre. Ya le había visto antes, pero era demasiado pequeña. Demasiado pequeña para muchas cosas, pero no para verle. Ni para que le gustase. 

Trabajaba en un estanco, en la esquina de la calle donde vivía ella. A veces ella entraba con sus padres, e incluso había entrado alguna vez sola. Era pelirrojo, tenía el pelo muy largo, liso. Su barba era también pelirroja, no demasiado frondosa, perfecta. El pelo le caía por encima de la cintura, esbelta, delgada, fina. Era alto y delgado, pero tenía unos brazos muy bonitos. Le gustaban los chicos que sonreían. A él se le asomaba la sonrisa tímida entre la barba cuando alguien le saludaba. La niña también le saludaba. Y le sonreía, mucho. Alguna vez había ido al estanco sola, simplemente a verlo, y como excusa, un cuaderno, un boli... Se quedaba embelesada mirando los cuadernos, simplemente porque olía a él. A veces, él se ofrecía para ayudarle. Ella siempre le respondía lo mismo; gracias... Entonces él, si no tenía demasiados clientes, caminaba hacia ella y le explicaba una y otra vez las características de cada uno de los cuadernos, y de los bolígrafos. Él ya sabía que los utilizaba como diarios personales, o como cuadernos de escritura, así que le contaba, sobretodo, lo que a ella le interesaba; sin embargo, ella jamás prestó atención a sus palabras, y, cuando lo hizo, sólo fue por oír aquella voz melosa y masculina. Le miraba a los ojos, los tenía de miel.

Ella iba al instituto, o al colegio, ya no se acuerda. Era pequeña. Muy pequeña. Tanto como para que, a veces, su madre sintiera recelo de que fuese sola al estanco que había en la esquina de su calle, y le acompañase a mirar cuadernos. A ella no le gustaba, porque no podía pasar todo el tiempo que necesitaba para mirarlos. Tenía los ojos verdes, pero aún no lo sabía. Pelo rizado, largo a temporadas y corto en sus peores pesadillas. Sonreía cuando su inseguridad se lo permitía, aún no había aprendido a luchar contra el miedo. Tenía muchas inquietudes, leía libros a manojos sentada en el suelo del pasillo, y a veces de la terraza. Se enamoraba sin saber lo que significaba, y escribía tonterías en cuadernos que un chico pelirrojo le aconsejaba. Buscaba, también sin saber, todo lo que la hiciese erizar, y, también por ello, bajaba a veces a buscar más cuadernos. 


Tenía veintitantos años, era algo insegura y tenía los ojos verdes. Escribía a dentelladas y le iba la vida en los enamoramientos. Era nochevieja, hacía algunos años que no salía a celebrarlo. Aquel año lo hizo. Se abrazó a su primo y a sus pilares, y salió dispuesta a celebrar que todo -o casi todo- iba bastante bien.
Bailaron en las lunas  de alguna discoteca conocida. Ella, de vez en cuando, perdía un poco la vergüenza, cerraba los ojos y bailaba sin preocuparse absolutamente de nada. Movía el pelo, rizado y largo, se sentía libre, miraba a sus pilares y a los demás, y sonreía. De repente, bailando a contracorriente, abrió los ojos y le vio. Sonrió y su corazón le avisó con acelerones de que algo estaba pasando. Casi no había tenido que verlo para recordarle. Aquel color, aquella barba... Aquella miel. Ya no tenía el pelo largo, ya no tenía pelo. Tenía la barba roja, larga, de chivo, larga, larguísima. Pero la sonrisa se le seguía escapando tímida a pesar de ello. Se cruzaron sus miradas y ella chispeó de vergüenza. Se giró bailando y le preguntó a su primo si se acordaba de aquellos me gusta mucho cuando aún era una enana. Él rió y bromeó, sabiendo cómo era la niña. Ella señaló al pelirrojo y su primo sonrió: ¡¡Es él!! 

Le contaron a su compañía, importante e imponente, la anécdota, y cómo de emocionada se sentía ella por haber recordado y avivado la atracción. Ellos rieron mientras bailaban y bromearon durante toda la noche. Cada vez que su amor infantil pasaba cerca de ellos, alguno le daba un toquecito amable con el codo. Enrojecía y seguía bailando. Se cruzó con su mirada varias veces, era imposible que se acordase.
Bailaba y era feliz por haber recuperado el recuerdo de aquella niña aún más insegura, y por ello le hacían gracia las bromas de su amiga y de su primo. Era increíblemente dichosa. De repente alguno de los dos le dio un toquecito y abrió los ojos. No sólo estaba alrededor, sino que estaba ahí, frente a ella. Le miró sin pensar la miel en la mirada y él sonrió. Era imposible que se acordase. Sonrió ella, tímida, risueña, roja, erizada ya, aunque aún sólo de recuerdo y de vergüenza. Siguió bailando, la noche no paraba ni un sólo segundo. Él bailaba también, frente a ella, con los ojos bien abiertos y las manos, bonitas, sujetando una copa, y el ritmo. Ella se dio la vuelta y su amiga la miraba, riéndose y contenta. Todo formaba parte de la misma broma, y cómo le gustaba...

Así, de espaldas a él, siguió bailando mientras hacía gestos a sus compañeros, que eran divertidos y se reían con -y de- ella. Él debió entender que era algún tipo de señal porque se le acercó hasta tocarle la cintura, estremeciéndola. Se dio la vuelta, cada vez estaba más cerca. Volvió a verdear su miel por un segundo, un sólo segundo, temeroso y casi compasivo. Era imposible que se acordara. Le acarició la cintura y, como por arte de magia la llevó hacia él. Sentía su pecho y también el tacto de su barba. Era demasiado larga, pensó. Seguían bailando cada vez más y más cerca, cada vez más y más emocionada. En algún momento vio pasar a su amiga y a su primo, que le hacían gestos de victoria y demás chufletas. Estaba emocionada y, además, le hacía mucha gracia. Al borde de su cuello, él susurró algo que ella no entendió, pero que sonrió como si hubiese sido la gloria. Le había dicho que quería besarle, pero ella no lo sabía, sonrió. La sonrisa se arqueó en beso y se erizó el mundo para que pudieran hacerlo. Le seguía acariciando sin moverse la cintura, y ahora también los labios. Era imposible que se acordara.

Se besaron durante algunos minutos, tal vez durante algunas horas, entre sonrisa y sonrisa. Se sonrieron durante mucho tiempo, tal vez durante muchos minutos, entre beso y beso. Después de aquella noche, ni siquiera había recordado su nombre, ni siquiera había preguntado nada más. Los besos y las sonrisas, las caricias furtivas, e incluso a veces involuntarias, fueron suficientes -¡y bastantes!- para tostar su piel. No hacía falta nada más. Era imposible que se acordara. Tal vez en unos años vuelvan a encontrarse. Era imposible que se acordara. Tal vez en unos días se topen por la calle y no sepan qué hacer. Era imposible que se acordara. Tal vez... Tal vez algún día podrá contárselo... Porque es imposible que se acordara, ¿No?