martes, 20 de diciembre de 2016

Mumu.

Hay personas que llegan a tu vida en el peor momento; de la suya, y de la tuya. Pero son esas personas también las que te hacen aprender que la vida es a veces negra, y otras de todas las tonalidades posibles de lilas. Personas con una piel de fuego que son capaces de sonreír y llorar a la vez, de emocionarse con el cuerpo y aún así no poder olvidar la mente. 
Personas que están al principio de su proceso, como aquella niña de ojos verdosos y agua, cinco años atrás, en manos de aquél profesor de la vida que también aprende a vivir poco a poco. Aquella niña luchaba contra su piel pero, por fin, la dejó ganar. De manos de aquel ser infinitamente paciente pero activo, dejó a su piel jugar, para descubrir que todo su cuerpo funcionaba muy bien. 
Y ahora, bailando al otro lado de la pista, descubrimos que hay más traumas que personas, y que la inseguridad no depende del cuerpo, de las maneras ni de las miradas. 

Se hace pequeñito en mis brazos y me obliga con su mirada a abrazarle y a susurrar: tranquilo, no voy a hacerte nada, ni a obligarte, ni a forzarte, tranquilo. Sólo haremos lo que los dos queramos hacer. Me mira, emocionado desde mi regazo, abrazado a mi cintura, grande, porque es grande, como si mi cintura fuese una balsa en medio del océano. Me mira, emocionado desde mi regazo y me agradece, tiemblan sus piernas, y yo me asusto. 
-¿Estás bien, Mumu? 
- Sí, gracias, gracias, gracias, gracias, gracias, gracias, gracias, gracias, gracias, gracias...
-Tranquilo, no tienes que agradecerme nada... Sólo quiero que estés cómodo...

Me besa la mejilla, el cuello, la nariz, mil veces, como mil gracias, y me acaricia la barbilla. Sonríe de nuevo  y el sol sale otra vez. Munilá. Él, con fuerza me coge y me pone sobre su cuerpo, me abraza desde abajo y siento de nuevo su respiración entrecortada. Gime que le encanto y yo estoy absorta, encantada y preocupada. Áf... No sé qué ha pasado. Seguimos amándonos sin amor y con cariño y sus manos se hunden en mi piel y en mi carne. Le miro,  y es una preciosidad. Le pregunto si alguna vez le forzaron, me calla con su dedo y me contesta que sí con los ojos. Yo nunca voy a forzarte a nada, Mumu. Nunca. y tú a mí tampoco. Grita desde el susurro: "Disfrútalo, Mar, cielo, disfrútalo". No sabes cuánto... Me encantas. Nabil precioso que has llegado de la nada con un casco de obra para no hacerte daño en el cerebro. Saïd, divino que me mira desde la esquina cada mañana, y me roza en sueños cada noche. Muna, que me visitas de repente y por siempre jamás erizando mi piel y la suya, acariciando su nuca y mi barbilla, sexo frenado y deseos que corren ya por esta casa.
Los cristales del salón se empañaron desde la habitación, hoy tú espiándome en la ducha, otrora tuya. Francés, árabe, wolof, català... libros y conocimientos, black, negro.
Me da igual que seas tan sumamente precioso, me da igual que tengas un cuerpo para mirar durante siglos, me da igual que seas tan bueno en las pieles... Me importa más que hayas vuelto, aunque hayas decidido no volver más.
Porque además, de repente casi lloras y abrazas temblando y dices que no volverás, porque "no", "problemas", "nunca", "yo", "mujeres". 

Te respeto sobre todo y sobre todo es precioso el recuerdo brillante, aunque triste, de estos días. 

PD: hasta mañana.




Fotografía de Robert Mapplethorpe. 

lunes, 5 de diciembre de 2016

Quererse

Me había convertido en una profesional de la autodestrucción. Cuando algo me agobiaba, cuando me sentía mal, cuando no sabía qué hacer, me autodestruía. Me quemaba, me pinchaba, me cortaba. Mi objetivo no era el suicidio, pero alguna vez me pasé. Cuando veía mi sangre brotar, sentía alivio. No lo entendía, pero empecé a hacerlo tan joven, que ni siquiera fui consciente. 
Un día, mi madre me dijo que los principios siempre son más importantes que los finales. No la entendí, pero supe que se refería a mi manera de vivirlo. No sé por qué crecí de una manera tan huraña y oscura. 
Tenía un set de costura que usaba como un kit para el dolor; para mi alivio. Introducía el punzón hasta que veía sangre, hasta que sentía dolor. Y entonces gemía, suspiraba y lo miraba. De nuevo. 
Mis padres me lo quitaron, y tuve que empezar a buscar otras opciones; la plancha, los cuchillos. Me quemé, me corté el brazo. Estuve ingresada en el hospital; intento de suicidio. Qué va, no lo entendían. Yo quería hacerme daño, porque me aliviaba. Pero no quería matarme. Quería herirme para poder dedicar los próximos días a cuidar aquella herida. Porque era capaz, de esta manera, de enfocar dónde radicaba el dolor y de saber qué tenía que hacer para paliarlo. Dejarme la piel en hacerme heridas, para dejarme la piel en curarme. No sé si era sano, pero era mi manera de hacerlo. 
Intentaba que nadie supiera que lo hacía, que mis padres no viesen mi última creación. Lo convertí en un arte. En silencio, a veces a oscuras, cerca del límite, pero sin pasarme. Luego; gasas, productos, medicinas, para curarme yo, para quererme y para salir. Después, de nuevo, no podía evitar hacerlo. 
Luego vinieron los psicólogos, las terapias... ¿Por qué no pudieron dejarme decidir a mí? Era mi cuerpo, eran mis ganas, era mi piel, mi vida. ¿Por qué no? 

Y ahora estoy aquí, perdiendo mis habilidades, en una habitación blanca, sin "peligros", sin herramientas, sin poder sentirme diferente, sin poder herirme; sin poder cuidarme, sin poder quererme.
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