lunes, 24 de agosto de 2015

Las colitas del hospital de Inca.

Había una vez una lagartija que vivía en el patio de un hospital. La lagartija era pequeña, como todas las lagartijas para los humanos. Era más gris que verde, y sonreía siempre, tal vez simplemente por la propia fisionomía lagartijil. 
Se llama Furinda y su familia se había quedado lejos, en una pared de un país lejano. Ella decidió mudarse. Cuando decidió independizarse, pensó qué lugar debía ser el mejor para vivir. 
Jamás pensó en un hospital; podría decirse que la vida le llevó hasta allí. 
El día que decidió definitivamente marcharse, fue un caos. Se despertó tensa, le temblaban las patas y su cola no paraba de desengancharse de su cuerpo. Furinda era una lagartija espabilada e inteligente, y hacía ya tiempo que había caído en la cuenta de que su familia y ella eran muy diferentes, y que tenían que tomar caminos distintos. Pero ese día, nuestra lagartija se armó de valor, y dijo:
- Familia Lagartingo, me voy. 
Sus familiares y algún mosquito que iba a ser devorado en menos de un minuto, se quedaron boquiabiertos (algunos de sus familiares ya estaban boquiabiertos antes de oírla; iban a comer)
Todos se miraron, y al fin, la hermana mayor de Furinda, dijo: 
-Hermana, no te parece que es un poco... ¿imposible?? ¡Somos lagartijas! ¡¡no humanas!!  El mundo de fuera no está hecho para nosotros. Aún saliendo de vez en cuando y con cuidado, a veces perdemos las colas de nervios e incluso a veces nos pisan, nos torturan o nos atropellan... Furinda, ¿estás loca? 
- Pues a lo mejor sí, pero me marcho. 
La madre y el padre de Furinda, se tocaban los rabitos por detrás de sus cuerpos, y al final los rabitos se tocaban solos, de nervios. Las lagartijas no tienen cejas, y sin embargo los padres de Furinda parecían muy preocupados. 
La realidad es que, a pesar de la preocupación de todos, Furinda marchó.
Pasó por varias casas, alguna habitación de hotel e incluso una granja, pero no se quedó demasiado tiempo en ninguna. Un día, finalmente, vio un gran edificio frente a ella. Había llegado hasta allí siguiendo un rastro de hormigas que parecían muy atareadas portando sobre sus espaldas pesados trocitos de hojas y algún grano de arroz. Trepó por la pared y abrió los ojos de par en par (Como siempre, es una lagartija): había encontrado el paraíso. 
Ella aún no sabía que era un hospital. Era un patio cerrado, con muchas puertas y algunos bancos, jardines y sin techo. Parecía hecho para ella, y no parecía que estuviese demasiado masificado de bichejos. Se instaló en un agujerito de la pared, y empezó a observar con pericia. Veía que de vez en cuando salían "personas" vestidas con nada más que una bata blanca de lunares pequeñitos y ropa interior. Con el paso de los días vio que algunas personas ya no volvían, y que volvían otras en su lugar. Cuando cogió confianza, empezó a entrar a las puertas. Dentro siempre había lo mismo. Dos camas, dos mesas, dos armarios. Parecía un hotel... Pero las personas no estaban demasiado contentas. 
Furinda pasaba horas en cada habitación, porque sentía que, al igual que ella perdía su rabito por nervios, aquellas personas se impacientaban y perdían algo más que eso, y ella era capaz de darles algo de paz, aunque para ello dejase siempre algo de ella (siempre la misma parte) en cada habitación. 

Y es por este motivo que en cada habitación del patio de la zona amarilla del hospital comarcal de Inca, encontramos cada pocos días, un rabito de lagartija. ¡¡De lagartija Furinda!!