martes, 15 de diciembre de 2015

Proyectos...

Un día muy marcado por el cansancio, el sueño y el esfuerzo, la responsabilidad, el trabajo. Acabo de servir mesas, limpiarlas, barrer y regalar sonrisas (¡que me piden, porque dicen que hoy estoy demasiado seria para ser yo!), y llamo a alguien que espera mi llamada. Quedamos en que, esta vez, me acerco yo. No habíamos quedado nunca, nos habíamos visto en alguna ocasión, siempre por casualidad, si es que algo así es posible. Habíamos hablado algunas veces sobre sanidad, inmigración, África, política y derechos. Hace algo más de una semana me llamó para hablar de futuro, y de libros. Decidimos que esta vez, me acerco yo. Le imagino sonriendo, al colgar el teléfono. Arranco el coche de mi padre, ese gigante plateado, y emprendo camino... 

Aparco frente a un cartel verde que me recuerda la tristeza y la cultura del esfuerzo, le aviso, le espero. Estoy sentada en el asiento del piloto, con las piernas entrecruzadas y mi móvil en la mano. No sé qué miraba, pero le esperaba. De repente, mis ojos, cansadísimos, deciden levantarse y le ven cruzar la calle. Sonríe, sabe que le he visto, y yo, también. Bajo del coche y se acerca. Nos besamos dos veces en las mejillas y monta en el coche. Habla de café y de casa. Voy con él. 
Subimos a su casa. Es un entorno perfecto para el encuentro. Fotos de aquella persona tan importante, que es la que hace las casualidades más extremas, el porqué de nuestros encuentros. Precioso. También fotos de alguien que me recuerda a mi felicidad guatemalteca,  también de líderes islámicos y también de amores que no están. Perfecto para el encuentro. 
Nos sentamos y el mar debió quedar muy en calma, justo después de aquella calle, teñida de color albero y mar. 
Y le miro. Lleva África en las manos y en la piel, y en los ojos tal vez tristeza mezclada con esperanza. Hablamos de todo, y de nada, como siempre que es importante. Ideamos, describimos, pensamos, nos chocamos las manos y nos miramos los ojos. De repente se pone nervioso, fuma y me dice cosas increíbles sobre mí misma. Hablamos de las elecciones de las propias relaciones, de política, de personas, de pieles, de nosotros y de ellos. Claramente indico mi encantamiento, y él sonríe, y me devuelve la jugada. Me encanta, ¿qué puedo hacer? Disfrutarlo, está claro... 
Me mira y sorbe un café senegalés con clavo y sin problemas. Yo le hablo de muchas cosas y él me mira, y hace gestos de adulto con la mirada pequeña, y con los ojos me indica que lo que ha dicho dos líneas más arriba es cierto. Estamos encantados, embrujados. Yo estoy tan cansada... Pero tengo tantas ganas de seguir hablando con él, que eso es lo que hago. Se le pone la piel de erizo al oírme hablar, y me lo muestra. Yo sonrío y se fija en los hoyitos prestados, lo dice, sonríe y se enamora. Y para cuando él se empieza a enamorar yo ya lo estoy, ya me estoy planteando que la vida es maravillosa a pesar de todo, y que me regala oportunidades increíbles para crecer, para enseñar y aprender. Él es alto, muy delgado, algo infantil en los inicios, muy adulto en los finales. Es negro, de piel y de alma, africano, huele a mirra y seguro que sabe a café. Su hermano de amistades no se preocupaba, era feliz. Y a raíz de su partida él heredó algo de eso. Es nervioso, lo sé, es preocupación extrema, pero de su piel prestada aprendió también a ser feliz a cada minuto, y a cumplir sueños. Ahora tal vez toca aprender juntos, él de mis manos, yo de sus ojos, de su voz. Ahora toca escribir juntos, ser felices, quizá, aprender a movernos, a buscar, a ser, a crear. Y empezamos tan bien... Que no tengo ganas de terminar, sino de caminar. Él es esencia, es fruta, huele a canela y a café... y es tanto, que no puedo abarcarlo, pero intento abrazarlo y me hago más pequeña, más grande también, y lo sentimos, y quedamos... Proyecto. 

martes, 1 de diciembre de 2015

Oportunidades

Era una mujer hecha de miel y azúcar. 
También de sal.
Una noche se dio cuenta de que también era capaz de poner todo su ser de una manera diferente, de una manera animal, bestia, interesante, poniendo no sólo la piel, los poros, la mente, sino también  el cuerpo entero, el alma. Y no sólo se dio cuenta de que podía, sino también de que quería. 
Hacía meses que estaba sola en aquella casa hecha de cariño y, ahora también, de soledad. Meses en los que sonreía igual que siempre, vivía, trabajaba, estudiaba, se enamoraba, sonreía. Pero no perdía el control. Para ella perder el control era decidir controladamente en qué momento dejaba de controlarse. Y hacía meses que no decidía dedicarse un poco a su descontrol. Aquella noche, lo pensó. 
Se miró al espejo y se sonrió. Decidió dedicarse una oportunidad más, pero esta vez sólo a ella, a su manera de ver el cielo. Se duchó con agua tibia y al salir de la ducha miró sus pechos en el espejo. Tenían frío. Sus pezones estaban erectos, la piel erizada, los pechos firmes. Sonrió. Jamás había mirado sus pechos con una sonrisa. A sus veintitantos era la primera vez que se miraba los pechos y les sonreía. Le gustaban, de repente, sus pechos. Se gustaba ella, de repente. 
Se secó con la toalla y se puso un albornoz que había por allí. Salió del baño y se sentó en el sofá, con la estufa puesta, Sus piernas ardían ante aquel calor desmesurado. Ella se quemaba, pero le daba igual. Estaba feliz, aunque a medias. No se había peinado al salir de la ducha, pero daba igual, porque tenía el pelo muy corto y le gustaba salir así. Y había decidido salir así. 
Estuvo un buen rato contemplando cómo sus piernas se encendían rojas y su piel le pedía auxilio. Se huntó crema en la piel del recuerdo, y decidió vestirse. 
Se vistió y salió corriendo. Se había puesto un pantalón vaquero y una camiseta lila, unas bambas de colorines, bufanda y chaqueta. Y salió. 
 Salió sola, como estaba, dispuesta al descontrol. Mandó un par de mensajes a algunos de sus amigos diciéndoles dónde pensaba estar, por si se querían pasar, o por si pasaba algo. Y partió. 
Fue a un lugar donde la música sonaba alta, y le apetecía bailar. Tenía unas ganas inmensas de perder el control bailando, y lo sabía desde hacía tiempo. 
Bailó hasta que sus piernas no aguantaban el cuerpo, era la diosa del lugar, la diosa de su propia mente, de su propio cuerpo y de su descontrol. Movía su cuerpo, a veces sin seguir el ritmo del mundo, pero sí el suyo. El simple movimiento de su cuerpo y el zumbido que provocaba en su mente el volumen de la música la hizo temblar toda la noche. 
Y no se preocupaba por nada, era feliz, su cuerpo lo era, su mente, su alma, descontroladas y solas, lo eran. Y ya no necesitaba a nadie, y ya muchos querían bailar con ella y ella bailaba sola. Y ya la gente comentaba, y ya ella se descontroló, y desparramó miel y azúcar por aquel lugar y por otros. Y fue feliz, siempre, sola, bailando, oyendo, sintiendo, oliendo...