jueves, 26 de septiembre de 2019

WelNa

Había una vez, en un lugar muy muy lejano, una pequeña chica que vivía en un árbol. 
Para llegar hasta su árbol, ese gran árbol que hacía las veces de hogar, había que caminar durante mucho tiempo, entre árboles, arbustos y demás variedades del bosque. Había un lugar, llegados a un punto del camino, en el que todo se transformaba. La luz sólo llegaba al suelo a través de las ramas de los frondosos árboles. La sonoridad del lugar era también muy peculiar, puesto que el aire silba entre las hojas copiosas del verde en el cielo. 
La chica vivía sola en su árbol majestuoso, pero en otros árboles cercanos había otros... Seres. Bueno, ¡vecinos!  ¡Compañeros! Ella conocía a unos cuantos. Al fondo vivía una pareja de sirenas de bosque, que son aquellas sirenas que deben ir moviéndose del azul al verde para no marchitar sus almas. Eran una pareja de sirenas algo convencional, aceptada por todas las sirenas. Pero parecían felices. 
Algo más cerca, habitaba un árbol un apuesto dinosaurio de melena dorada. Silbaba por otras pieles, tal vez, pero veía brillar de cerca el árbol de WelNa. 

Ella dedicaba sus horas a hacer jabones, tejer el cielo en colores y escuchar el sonidao de las hojas... en dos idiomas. No sabría decirte de qué especie era. Era pequeña, pero proporcionada. Tenía la boca más grande que las manos, sonreía tan ampliamente, que el bosque entero no podía sostenerla. Su pelo... Bueno, su pelo bien podía confundir nuestros sentidos, haciéndonos creer que es una de las más frondosas copas de encina. Su voz es mucho más grave de lo que imagináis, mucho más grave que ella misma, y las estrellas en sus manos terminan tejiendo luz. 
Quizás no es consciente. Del amor. Que desprende. 
Cuando recoge alto su cabello de ramas, no lo sabe, pero crea la primavera. Abre y cierra sus feroces ojos para enfadarse con el universo, pero cuando vuelve a pestañear.. El cielo responde sus súplicas enojadas... Y ha de caminar porque la luna le turba el suelo. Y el suelo mismo le agradece su camino, y descalza camina despacio, alegre en nuestras noches, en nuestros sueños. 

Y entonces... no tenemos más remedio que observarla, desde abajo, calladitos, sonrientes, embobados. En nosotros... En ella. 

domingo, 15 de septiembre de 2019

GRANIZOS DE PIEDRA

GRACIAS. 
Podría simplemente resumirlo todo en esa palabra. 
Te has ido como viviste, con buen gusto, con elegancia. Sin molestar a nadie y teniéndonos en cuenta a todos. Amando hasta el último segundo, regalándonos una última mirada. Amando hasta el último segundo.
Él es el hombre al que más parte de mí le pertenece. Sus enseñanzas me hicieron ser quien soy, lo tengo claro desde el primer sentimiento que me empujó a escribir con piedras en los dedos y llantos en el alma. Hoy, mi llanto pesa, mi río está lleno de lágrimas duras, triste, lleno de piedras. 
Papá Andrés, el tanatorio se llenó de piedras por ti. Hoy ya descansas para siempre, o no, sólo tú lo sabes, pero al menos, querido, no sufres más. 

Érase una vez un joven y apuesto hombre de ojos azules, tan azules, tan azules como el cielo. Un día, el hombre vio a una chiquilla de quince años. Una muchacha preciosa de tez morena y larga melena, una muchacha que cantaba y bailaba junto a su padre en los tabancos. ¡Y cómo cantaba! 
El hombre de cielo se enamoró de ella en el primer instante. Luchó tanto, con ese amor por bandera, que al poco tiempo la convirtió, con caricias y alegrías, en su mujer. Sonrisa perlada la de ella, orgullo inmenso el de él.
Muy poco tiempo después, la muchacha de tez canela se convertiría también en mujer, en madre de uno, dos, tres, cuatro... ¡y hasta siete hijos! Dos niñas y cinco niños. Vivieron felices en su campo labrado con sus incansables manos, amándose a contracorriente mientras proyectaban su casa, su familia y su legado; todo ello reflejado en aquellas piedras que tanto trabajaron. 
Todos sus hijos crecieron, algunos de ellos les regalaron nietos, todos brindaron una compañía y serenidad dignas del hombre cielo y la muchacha canela. Se amaron. Siete hijos y trece nietos, una bisnieta... El resultado final. Vivieron lo que la propia vida les propuso. Mallorca, campo, nietos, gallinas, hierbabuena... Las playas del Mediterráneo. 
El tiempo, implacable y agresivo inventó una enfermedad de fuego dentro del hombre cielo, y él luchó tanto tanto, que dejó sus sonrisas en ella. 
Por su parte, la señora de tez tostada fue consumiendo su alegría en tormentos, sufriendo siempre, a veces sin motivo, y fue apagando las felicidades con lágrimas y marchitándose lenta pero implacablemente. 
Se desvaneció. Miles de excavadoras arrebataron aquel deseo de construir el futuro, aquel anhelo de regalar la vida. Aquellas, nuestras, piedras. 
Cada día, aunque rodeado de cuidados, el hombre de cielo estaba más cansado... Aunque jamás contesto algo que no fuese "bien" a la pregunta "¿cómo estás?"-
Después de los casi ochenta  y cinco años de vida soleada, se nubló. El hombre de cielo dormía ruidosamente esperando que la muerte le separara de la vida...
Pero abrió los ojos. 
Cuando al fin tuvo a todos los suyos alrededor abrió los ojos, miró, dijo sin palabras, oyó, sintió... y se fue. 


Fue así como el hombre de cielo volvió allá donde sus ojos nacieron. Fue así como volvió a mostrarnos la vida en su totalidad, la muerte más dolorosa de todas nuestras vidas. Y empezó a llover, con muchísimo viento, con muchísimas lágrimas; llovía porque hasta el cielo debía mostrar su tristeza. En nuestras cabezas, en nuestros corazones llovían piedras a granizos y empequeñecíamos en abrazos multitudinarios.
Se fue el hombre de cielo.
El que nos enseñó a amar, no sólo a personas sino también a otros seres con el mismo, o más respeto. El que nos mostró que se ama también y sobre todo con la piel. y que nada importa si estamos juntos. 
También enseñó al mundo entero que el amor eterno, entero, el del respeto por las sonrisas y por las lágrimas del otro sí existe, y que se da, sin condición. 
La muchacha de tez canela se convirtió en su viejita acanelada, que llora y llora la muerte de su cielo, de su hombre, de su mar de apoyo. Viuda del cielo, a los ochenta y tantos años, pidiendo a quién sabe quién... ¿Por qué la dejas solita ahora?
Y así pasó una eternidad.
Él, amando con amor desde la nube más amorosa. Ella, amando con amargura desde su camita, ahora ya tan grande. 



Y sobre mí, esta noche sigue granizando piedras gigantes que me impiden respirar, que me obligan a respirar agua salada desde mis ojos de bosque. Porque fue el hombre cielo, el hombre de todas nuestras vidas. 


Adiós, Papá Andrés. 15-09-2018




Escrito en el tanatorio de Jerez de la Frontera. 

sábado, 14 de septiembre de 2019

Ángel

Querido Papá Andrés,
¡Qué gran día fue ayer!
Me picó una abeja en el talón,
de mantequilla,
entre tus brazos.

Yo llorando, y tú gritando,
entre risas
-Juaniiiii,
esta niña
esta niña está hecha de
mantequilla.

Fuimos a la playa
a 'Pollenca', la del barquito.
Tu bañador azul
aguantando tirones,
dos nietos,
y una nieta.
Yo.


Reímos y tú te enfadaste
Una broma con tomates.
Qué risa, Papá Andrés,
qué risa!!
-Eso no se hace,
monina.


La soga al cuello
en un momento amargo,
piedras en lágrimas,
ojos pesados,
enfermedades...
El principio,
No el final!

Nos hemos querido,
ayer,
todo ayer
mucho tiempo, ayer.


Tus ojos azules en mis gafitas,
intentando
-y consiguiendo-
otra estrategia perfecta
en nuestras partidas
de dominó.


Ya verás cuando yo tenga
por el mango
la sartén, papá Andrés.
Antonio Molina sonando en
la radio,
de tu hijo.


Hace tanto, de ayer...

Que desde hace un año, no eres ya mi abuelo, papá Andrés.


Desde hace un año, eres

Mi ángel.


Gracias siempre, y todavía.


viernes, 13 de septiembre de 2019

¿Viernes?

Soñaba con ese movimiento desde hacía meses. Todos los meses que habían pasado desde que hizo el movimiento contrario. 
Quería deshacer el camino. Desandarse. Y había llegado el momento. Emprendió, sin embargo, un andar diferente. Le llevaba al mismo lugar. O no, tal vez no. Era el mismo lugar, pero había cambiado. Estaba envuelto en un hado diferente, en un hado de... locura, de especulación, de... Lluvia. Casas que están en la montaña. La playa al frente. Y yo. Aquí. Andando en lugar de desandando, a la misma isla perdida, amada, blanca, soñada. La isla bonita. Que siempre trae y también se lleva. 
Te permite, pero a la vez no. 
Y así, a pesar de que soñaba con el movimiento desde hacía meses, se me antojó de muchas maneras en la piel. 
Sentí añoranza. De relaciones que tracé en la gran isla, la Roqueta mayor, mi hogar. De personas que me cuidan; algunos silban por los pasillos de mi piel, otros vuelan en los recovecos de mis noches estrelladas, y hasta algunas roban sonrisas en camas inventadas. 
También se apoderó de mí la culpabilidad. De personas que se han convertido en completamente mías, en dependientes, en pequeñas mamás que casi son pequeñas hijas, en algún momento adultas, poderosas mujeres que mandaban, hacían y deshacían a su antojo. La tristeza acompaña de manera serena esta culpabilidad. 
Sentí Pena, de un sábado que hace un año fue viernes, de un miércoles que fue martes, de mis dos árboles, que fueron en mi piel y desaparecieron de la tierra. Y de estas fechas, sola, bajo la tormenta. 
La ilusión me hizo presa de una manera brutal, astuta, necesaria. Me trae el recuerdo de la vocación, la memoria de las aulas, las ganas de seguir, de empezar, de estar, y sobre todo de ser. 
Algo de miedo, pero eso es tan necesario... Nada contingente. 
Tantas y tantas emociones se agolpaban en mis intestinos, en mis pestañas, también bajo mis ojos. Tantos sentimientos, contrarios, amables o no. La piel erizada. Mis fieles compañeros peludos junto a mí. O esperándome en jaulas hechas del mar. Tranquilos, estamos juntos. 
Y el escenario principal siempre TOO MUCH, siempre una humanidad de plástico, en una naturaleza real. Esta vez lluvia que empapa los cristales del coche de un padre que, aunque gruñón de naturaleza, padre generoso. Lluvia que moja sobre mojado, que desafía los límites de mi conducción, de la conexión gps que me lleva a mi nuevo trabajo... y hasta de mi pobre puntualidad. 

Pero estoy serena. Me ayudo a ello, me fascino y me cumplo las expectativas, o lo intento sin demasiada presión. Saco de mi teléfono a niñas preciosas que no saben quererme bien, y mi corazón intenso sigue trabajando para mí. Es la hora. Dos personas gigantes me ayudan aquí, me dejan el espacio, la calma y su hogar. La bondad existe, en ellos. 
Seguimos en el viaje. Andando de nuevo, aprendiendo siempre, con la luna llena dándome la cara, de nuevo. 

sábado, 7 de septiembre de 2019

Tú eres él.

Querida abuela,
Ayer hizo un año de tu partida.
No puedo decir
que te fueras rápido,
pero sí
demasiado ¿pronto?

96 vueltas diste al sol.
Viviste, sonreíste.
Trabajaste, siendo una de las primeras
en poder hacerlo.
Te enamoraste,
estoy segura de ello.

Fuiste madre, hermana,
esposa, abuela.
Abuela, querida.
Qué poco te conocí,
y qué presente te tuve,
te tengo,
te tendré.

Cada día te siento
en la mirada de tu hijo.
Tu hijo.
Mi padre.

Mi padre,
que aún sigue siendo
un apéndice de ti.
Cumplió 67 años,
aferrado a la idea de
reencontrarte
tal vez,
en las calles de Jerez.

Mi padre,
triunfo del tiempo,
mi padre,
tu hijo mayor.
Mi padre, que
jamás superó la muerte del suyo,

Aprendió a vivir sin él,
con el alma entre los dedos,
con la cara mojada
en cada recuerdo.
Ahora, imagina
lo que es,
vivir
sin ti.


Tú. Eres él.



Monstruos

En la madrugá' cómo me sabes a sal, silbando entre los pasillos de mi cuerpo, saboreando siempre con tus labios cada minuto de la noche.
¿Descansamos? y volvemos a la guerra. 
Una guerra que se lucha con la piel, con tu pelo, con mis rizos. Tus gestos son la primera misiva, mi manera de ruborizarme, llena de deseo, el contraataque. 
En muy poco tiempo, las manos tocan algo más que la dermis, en poco tiempo nos atravesamos, en poco, muy poco, siento que me elevo entera, desde el dedito pequeño de mi pie izquierdo hasta mi pelo, rizado siempre -y con razón-. Desde ese dedito hasta mi pelo, pero con varias paradas en el trayecto. 
Oh, dios... Henchida, toda yo espera expectante aquello que me dijiste merecer. Y te siento salvaje la mano en mi nuca, tu pelo revuelto, Dimoni, o dinosaurio, o yeti, o quién sabe... Tú. 

Brutal cuando estoy sobre ti, Jerónimo y yo bien acompasados, y, de repente, como si llegaras de cualquier otro lugar del universo, abres tus inmensos ojos de bosque... y me miras. Gozar. Me miras gozar. 
Es un goce, un gozo y un placer tenerte tan tan tan... ¿Cerca?
No sé cuándo ni desde dónde llegaste... Adoro terminar la guerra entre tus brazos, grande, real, propio. Amo encontrarte acurrucado y con frío, y que segundos después agradezcas mi calor con más calor.
Me encanta, me encanta poder ser yo en cada momento, del día y de la noche. Y me encanta, siendo yo, encantarte. 

Gracias, Llucma.