lunes, 6 de febrero de 2017

Relaciones propias

Adoraba moverse, aunque siempre le gustó moverse para alguien, también disfrutaba de bailar sola, desnuda frente al espejo.
Aquella noche, antes de volar entre decenas de personas, había bailado para sí misma y su propia visión ante el espejo. Desnuda, fijándose en sus pechos, en su silueta, su cadera. Su piel, un poco más flácida, sus ojos, vivos todavía y de nuevo. En algún momento, ella dejaba de bailar, se miraba simplemente, se sonreía. Sonreía a la persona que veía al otro lado de aquel cristal. De repente, después de veinticinco años de complejos, prejuicios contra sí misma e inseguridades venidas de traumas, se miraba desnuda y se sonreía. Se gustaba. Se miró los pechos, pequeños, causantes de tantas y tantas inseguridades. Sus pechos eran como dos volcancitos pequeños, volaban impunes a la condena de la gravedad. Los pezones seguían siendo rosas, aunque sabía que quedaba poco tiempo para que la edad los oscureciese, hoy los veía rosas todavía siempre. 
Después se detuvo en su cintura, automáticamente también en su cadera. Su cintura era fina, proporcionaba suavidad si así la trataban, se dejaba querer siempre. La cintura era la parte más intuitiva de su cuerpo, por eso también la menos física, la más intelectual. Para animales ya tenemos la cadera, ancha siempre, con perturbaciones de adultez en cada poro. Unas caderas, grandes puertas de aquel culo enorme y desafiante. Sus piernas jamás fueron de su agrado. Gruesas, demasiado fuertes, flácidas en la cara interior de los muslos. Ya se daba igual en el físico. Se gustaba tal cual era porque no podía gustarse como algo que no era. Aprendió a quererse porque supo que así era mucho más fácil querer a los demás, y eso le gustaba más que cualquier otra cosa en el mundo. 
Seguía bailando. Se miraba también la cara. Se había reconciliado con su sonrisa años atrás, cuando, después de uno de las etapas más difíciles de su piel, de repente se sintió viva en una clase de autoescuela, y decidió lanzarse por vez primera a la vida más adulta, que aún no conocía demasiado bien. Fue capaz de aprender que su sonrisa transmitía cuando era necesario, y que por ello debía quererla. Ahora la miraba, en su cada, al revés de la realidad, y volvía a sonreír, bonita, pura y con todas las imperfecciones y perfecciones de su propio universo. 
Se miró los hombros. Nunca los tuvo muy en cuenta, hasta que llegó un chico con rastas madrileñas y tatuajes londinenses. Hace días vuelve la idea de manos de un poeta chileno que estos días hechiza desde cerca de Pereira, al otro lado del Atlántico. Entonces, se mira los hombros y no ve nada especial. Son rollizos, como toda ella. Están vivos como toda la piel. Con este corte de pelo son más notorios, puesto que los rizos no llegan a tocarlos, ni a taparlos. Sus hombros son anchos para su altura, pero era necesario para compensar la cadera. 
Su cuello siempre le había gustado, le proporcionaba altas dosis de sensibilidad sin dar a conocer ningún secreto, y eso la mantenía segura. Ponía la música más y más alta y seguía bailando frente a ella misma, con todos sus miedos, traumas y pieles sin erizas, lágrimas y caricias rotas, guardados lejos, tal vez debajo de la cama, donde no molesten y no ocupen mucho sitio. Bailaba emanando una sensualidad que podía con el frío incesante del resto de la casa. Bailando recordaba también algunos momentos, puntos de inflexión en su vida. Y no era consciente de que aquel también lo era; bailar con una misma, sin que el tiempo te pare nunca, sonriéndote, reconociéndote, queriéndote tal cual eres, es el inicio de una bonita relación contigo misma. 
Es el inicio de mi relación conmigo misma. Es el próximo cambio.