Encaje que une su
ropa y su piel. Encaje rojo, que cubre con sutil transparencia aquella pequeña
parcela de placer. Parcela de placer que hoy –y sólo hoy- cede gustosa a aquel
hombre. Hombre, aquel hombre que desprende feromonas en su olor, y que la vuelve
loca con su tímida sonrisa. Sonrisa que sólo saluda cuando es necesario, y que
cuando no lo es, a veces, se esconde. Esconde ella parte de su anatomía, por
vergüenza, por inseguridad, pero esta vez también tiene claro que quiere
quitárselo de encima y dejar de esconderlo, mostrarlo y sentir que es libre,
que, cual mariposa, tiene alas, y que sus alas sirven para volar. Volar, que ya
vuelan, uno frente al otro, mirándose directos y descarados, mostrando también
el deseo. Deseo. Deseo que va y que viene, que viene y que se da. Se da entre
ellos y se lo dan el uno al otro. Otro, otro día, otro momento, de otro año
incluso, de otra manera. Manera... Esa manera de él, tan elegante, tan sublime
y tan grandilocuente. Grandilocuente pero humilde, humilde pero complicada,
complicada, pero sencilla. Sencilla porque los dos quieren, porque se quieren y
ella. Ella contraria, mujer y mucho, sencilla y no demasiado femenina.
¿Femenina? Su figura. Figura marcada por las curvas, la piel erizada y las
sonrisas inocentes. Inocentes, no es la palabra que los definía hace unos días.
Unos días pesándolo, disfrutándolo y ahora, escribiéndolo.
Hacía algo más de
cuatro años que no se tocaban la piel de aquella manera. Nunca habían dejado de
verse, ni de escucharse, de acariciarse las pieles con las miradas, y tampoco
habían dejado de jugar. Eran amigos, muy amigos. Pero hacía algo más de cuatro
años que no explotaban el uno sobre el otro.
Aquel sábado fueron
tamibén amigos, durante gran parte del día sólo fueron eso: amigos. Pero en
cuanto empezó a inundarles la noche, ellos inundaron el mundo.
Él estaba ya
jadeante casi al salir de la ducha. Se había vestido, pero ninguno de los dos
sabía muy bien para qué. Ella le esperaba en el sofá, frente a un fuego
provocado, controlado y caliente, muy caliente. Tres animales daban un toque de
distinción inocente, pero elegante, a aquella sala. Estaba en el sofá, y sólo
verle, supo lo que iba a pasar. Al principio se seguían queriendo, seguían
siendo amigos, muy amigos. Se rozaron la piel, ella sintió electricidad y, como
quien toca el fuego, se apartó. Él sintió atracción eléctrica, y se volvió a
acercar. La miró, sonrió, acercó su boca a los labios de ella, y esperó. Medio
segundo después, los besos se precipitaban por aquellas pieles, blancas y
doradas del fuego. Ella acusó frío, él encaminó las manos de ella hacia el
verdadero calor. Duro y caliente, ella se sonroja y se quema la mano, bajo ella
el calor extremo de las pasiones. Acariciaba ya él su espalda, descubriendo la
libertad de ella, sus pechos al aire, pequeños y firmes. Ya estaban erizados,
sólo sintiendo sus manos. ¡Aquellas manos! Él enloqueció. Había convertido
aquellos pequeños pechos en grandes mitos. Él, pero por culpa de ella. Ella
había aprendido a quererse, a quererlos, a mostrarlos y sentirlos propios y
bellos. Ardían. Él la besaba y ella tocaba su miembro, duro, durísimo, grueso y
perfecto.
Adoraba el calor de
aquel hombre. Sin más. Le adoraba, y, ahora, le deseaba. Le deseaba de manera
ferviente, dura, cruda, le deseaba su cuerpo, su piel, su sexo. Tocaba el sexo
de su compañero y deseaba tenerlo entre los labios, acariciarlo con su lengua y
comerlo con tanto gusto como deseo. Pero no lo hizo. Cohibida, se dejó guiar.
Él continuó acariciándola con la ternura que siempre tuvo, pero esta vez
también con la dureza del deseo puro, sin amor, pero sí con complicidad.
Y me puso a cuatro
patas. Sobre el sofá, a cuatro patas me sentía muy hembra. Tenía miedo y a la
vez deseaba que hiciese conmigo todo lo que siempre había querido hacer con él.
Me comió entre las piernas así, abierta, a cuatro patas y como un animal
hambriento pero que se contiene, como si sólo quisiera comer, no matar a su
presa. Lamió toda la piel que encontró en aquel lugar, yo ya ardiente y exagerada
en la postura. Él acariciaba mi culo y yo abría los ojos fuerte, no podía creer
lo que estaba pasando, pero me volvía loca. De repente se levantó, y sentí su
pene duro acariciándome el culo. Estaba muy duro, y era perfecto. Era grueso,
pero no demasiado grueso. Tenía la medida perfecta. Incluso llegaría a decir
que era un pene bonito. Él sostenía mi culo con sus dos manos, a ambos lados de
mi cadera, y dejaba que yo buscase la dureza con mi propio sexo. Lo busqué y él
lo sintió. Cogió su pene y quiso introducirlo en mí. Lo hizo poco a poco, suave
y duramente. Suave y lento, suave pero duro, suave pero sin pararlo. Me
embestía con toda la fuerza y toda la ternura del mundo. Yo, derramándome por
todo el salón, imaginaba su cara y notaba sus manos en mi cuerpo. Con una mano,
me sujetaba la cara suave, me hacía sentirle. Con la otra, me acariciaba la
cintura, el culo, la cadera. Sentía sus gemidos tras mi cuerpo. Respiraba
acelerado, yo ya no sabía qué estaba sintiendo. Hacía mucho tiempo, muchísimo
que no me follaban así. No siempre, pero adoro que me follen de aquella manera
porque me deja ser mujer y bestia, me deja ser femenina pero soltar el poder.
Pero no siempre lo hacen tan sumamente bien. No estuvimos mucho rato en aquella
fascinante situación, pero es que explotamos fieras, los dos. Él pidió permiso,
y yo callé para otorgar. Explotó y explotamos, dos orgasmos me separaban y me
unían a él. Yo susurré su nombre, me daba vergüenza gritarlo, pero mis labios
decidieron por mí. Él me abrazó como aquella mujer abrazaba a los cocodrilos, y
yo, sin ser cocodrilo, supe sentirle y matarle a la vez. Me alejé, porque
necesitaba sentirlo yo, dentro y en la piel. Y así acabamos aquellos
encuentros, comiendo bombones y sintiéndonos comidos, comiéndonos y arañándonos
–como siempre- la piel del recuerdo, la piel del alma. Arañándonos el alma,
pero acariciándonos la piel.
Sólo fue eso. Sexo,
amistad y recuerdos... Pero... Joder, vaya sexo, vaya amistad... y vaya
recuerdos.