sábado, 2 de septiembre de 2017

El piano de mi memoria

Cuando suena el piano de Clayderman mi mente siempre me trae recuerdos olvidados. 
Él es un hombre maduro, acaba de cumplir sesenta y cinco años y me ha enseñado muchísimas cosas. Tiene los ojos verdes, sin límites. Algunas arrugas ya en su piel, la espalda llena de lunares, el hombro lleno de trabajo. Esa espalda siempre enamorada de las manos de mi madre, de las mías propias. Pide a gritos "cosquillas" que no son más que caricias, piel erizada, amor fraternal. 
Ese hombre, moreno, de baja estatura, con un treinta y seis de calzado, es mi padre. 

Es un hombre alcohólico. Me gustaría decir ex-alcohólico pero eso no es posible jamás. Alguien enfermo de alcoholismo siempre sigue siendo un enfermo; debe prestarle especial atención al alcohol, por muchos motivos. A mi padre tendré que reprocharle siempre que no fue capaz de hacernos feliz durante muchos años, pero también he de agradecerle toda la vida por cambiar todo lo necesario, y convertirse de verdad en marido, compañero, papá. 
Ese hombre tiene una personalidad muy complicada. Se enfada rápido, desde hace unos años tiene algo de mal carácter, y siempre se queja (del ruido, de la música, de los animales, de que dejamos las cosas en medio...). Sin embargo es la persona que más sentimientos me ha causado en toda mi vida. 
Mi padre siempre ha estado ahí, acompañándome casi sin darse cuenta, orgulloso esperando desde Inca hasta Guatemala. En presentaciones de libros, en firmas, en competiciones de gimnasia rítmica. En exámenes de conducir, en papeleos. Incluso yendo de compras. Siempre es acompañante. Nunca es problema, siempre espera. No sabe llegar tarde, le cuesta dar un abrazo, pero siente, padece y es capaz de amar con la piel y con los ojos. Llora  mares a veces, a escondidas, porque sabe que la vida es dura, que desaparecen las personas y que el amor, suave, no es fácil. 
La pérdida de su padre le cambió la vida. La vida cambió porque su padre se fue. El abuelo Manolo, siempre se le llenan los labios de besos cuando lo nombra, el verde se vuelve transparente en sus ojos. Su madre también marca sus palabras, sus hermanas son ya amigas, y él creció, como hombre, como persona, como padre, lejos de ellas; finalmente hizo lo correcto.

Alguna vez debería parar el ritmo de esta vida, constantemente vertiginosa, y decirle; TE QUIERO. 
Y no sólo te quiero porque seas mi padre, te quiero porque te lo mereces, y eso pocas personas pueden decirlo. 

Con catorce años decidí que el alcohol no podía formar parte de mi vida. Por asco, por miedo, por sentimientos tan negativos como la propia enfermedad. Hoy, a mis veintiséis he meditado, vivido y crecido lo suficiente como para reformular la decisión, y convertirla en unas leyes muy positivas. El alcohol no forma parte de mi vida por responsabilidad, por autoaprendizaje, y, de manera muy importante, por solidaridad. Porque mi padre fue capaz de decir que no a una substancia que causaba grandes problemas, no sólo a él, sino sobre todas las cosas a nuestra familia. Simplemente me parece que un poquito de apoyo moral -de por vida- no le viene mal a nadie. Por orgullo, por responsabilidad, por solidaridad, yo me declaré abstemia, y hoy me declaro hija. 
Mi padre es una persona humilde, con muchas carencias personales, que ha sabido ser feliz, al lado de la mujer que le brindó todo lo que tenía. 

Si idealicé el amor desde muy pequeña, si creí en él, jamás fue por películas, cuentos, libros... Fue por dos parejas inmersas en el amor más profundo; mis abuelos -mamá Juana y papá Andrés- y mis padres. El amor, papá, eres tú. 
Suena Richard Clayderman, Close to you. 



Te quiero, feliz cumpleaños.