martes, 1 de diciembre de 2015

Oportunidades

Era una mujer hecha de miel y azúcar. 
También de sal.
Una noche se dio cuenta de que también era capaz de poner todo su ser de una manera diferente, de una manera animal, bestia, interesante, poniendo no sólo la piel, los poros, la mente, sino también  el cuerpo entero, el alma. Y no sólo se dio cuenta de que podía, sino también de que quería. 
Hacía meses que estaba sola en aquella casa hecha de cariño y, ahora también, de soledad. Meses en los que sonreía igual que siempre, vivía, trabajaba, estudiaba, se enamoraba, sonreía. Pero no perdía el control. Para ella perder el control era decidir controladamente en qué momento dejaba de controlarse. Y hacía meses que no decidía dedicarse un poco a su descontrol. Aquella noche, lo pensó. 
Se miró al espejo y se sonrió. Decidió dedicarse una oportunidad más, pero esta vez sólo a ella, a su manera de ver el cielo. Se duchó con agua tibia y al salir de la ducha miró sus pechos en el espejo. Tenían frío. Sus pezones estaban erectos, la piel erizada, los pechos firmes. Sonrió. Jamás había mirado sus pechos con una sonrisa. A sus veintitantos era la primera vez que se miraba los pechos y les sonreía. Le gustaban, de repente, sus pechos. Se gustaba ella, de repente. 
Se secó con la toalla y se puso un albornoz que había por allí. Salió del baño y se sentó en el sofá, con la estufa puesta, Sus piernas ardían ante aquel calor desmesurado. Ella se quemaba, pero le daba igual. Estaba feliz, aunque a medias. No se había peinado al salir de la ducha, pero daba igual, porque tenía el pelo muy corto y le gustaba salir así. Y había decidido salir así. 
Estuvo un buen rato contemplando cómo sus piernas se encendían rojas y su piel le pedía auxilio. Se huntó crema en la piel del recuerdo, y decidió vestirse. 
Se vistió y salió corriendo. Se había puesto un pantalón vaquero y una camiseta lila, unas bambas de colorines, bufanda y chaqueta. Y salió. 
 Salió sola, como estaba, dispuesta al descontrol. Mandó un par de mensajes a algunos de sus amigos diciéndoles dónde pensaba estar, por si se querían pasar, o por si pasaba algo. Y partió. 
Fue a un lugar donde la música sonaba alta, y le apetecía bailar. Tenía unas ganas inmensas de perder el control bailando, y lo sabía desde hacía tiempo. 
Bailó hasta que sus piernas no aguantaban el cuerpo, era la diosa del lugar, la diosa de su propia mente, de su propio cuerpo y de su descontrol. Movía su cuerpo, a veces sin seguir el ritmo del mundo, pero sí el suyo. El simple movimiento de su cuerpo y el zumbido que provocaba en su mente el volumen de la música la hizo temblar toda la noche. 
Y no se preocupaba por nada, era feliz, su cuerpo lo era, su mente, su alma, descontroladas y solas, lo eran. Y ya no necesitaba a nadie, y ya muchos querían bailar con ella y ella bailaba sola. Y ya la gente comentaba, y ya ella se descontroló, y desparramó miel y azúcar por aquel lugar y por otros. Y fue feliz, siempre, sola, bailando, oyendo, sintiendo, oliendo... 

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