Y tú y yo… tan idiotas, nos
tiramos por la borda. Yo me tiré, ya hace un tiempo, y tú, que me animabas a
hacerlo, aunque sólo a ratos, te quedaste en el filo. No sé cómo lo hiciste,
pero lo hiciste. Yo tuve en algún momento la sensación de que también te habías
tirado. Que ibas detrás de mí, que tu caída era quizá más lenta, pero que
venías también. Cuando caí del todo, hace tan sólo un par de días, me
informaste desde arriba de que no era así. Te miré, te pregunté, me di cuenta
del error, y miré los símbolos entregados. Desde allí arriba me dijiste también
que estaba bien que por una vez hubiese caído, o que me hubiese tirado, que ya
bastaba de estar encorsetando sentimientos, de estar frenándonos los besos.
Sonreí, o eso creo, de impotencia y de resignación. ¿Qué vamos a hacerle? No todas
las personas que dan consejos dan consejos que ellos mismos cumplen. ¡Qué
leches! Nadie hace eso. Yo tampoco sé hacerlo.
El caso es que desde abajo te
miraba sonreír sonrojado, porque tú te habías dado cuenta ya tarde de que me
había lanzado. Eso te hacía ruborizar, sonreír como el niño aquel que hay en la mezcla de mi creación con tu
nombre. Yo disfrutaba de ello, pero también me moría de vergüenza, nunca me
había lanzado frente a nadie que no se lanzase conmigo. Nunca me había lanzado.
Jamás había caído, ni lo había reconocido, puesto que no había nada que
reconocer.
Yo también te dije, desde abajo,
que me había caído y por qué. Te conté que no me había pasado nunca y que el
golpe estaba perturbando mis escritos y mi vida. Volviste a sonreír ruborizado,
como alguien a quién le están diciendo que es el mejor del mundo. Supongo que
se me nota todo, como siempre. Que me lo notas todo, como creía siempre. Tú te
habías tirado muchas veces, y caído otras tantas, por eso no te tiraste ahora.
Porque me llevas ventaja, sabes que el golpe al final termina haciendo moratón,
y los moratones duelen, casi siempre. Bueno, tú no saltaste porque no
distingues entre el lila y el azul, los colores entre los que oscilan los
golpes, y la felicidad. Así que decidiste –supongo- no hacerlo, y como tampoco
pensaste que yo sí lo iba a hacer, no
intentaste convencerme del peligro de la caída.
El caso es que ahora me he
sorprendido a mí misma con algún color oscilante entre el lila y el azul en la
piel del corazón. Pero no se alarme nadie, que, así como soy una experta en
crearlos, estoy aprendiendo también a serlo en quitarlos. Lo mimo, lo cuido, al
color, al moratón, para ver si quitándole el dolor se convierte en alegría. E
intento escribir cada momento bonito para, cuando haya superado la caída, poder
releerlos y recordar el camino.
Eso, y que el deseo me hace
feliz, qué le vamos a hacer…
Cómo sostener entre las manos una mariposa sin quebrar sus alas,
cómo cazar una mariposa sin arrebatar su libertad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario