miércoles, 16 de enero de 2013

El mundo.

Jazmín. Sus manos, y jazmín. Está sentada,  de perfil al balcón, con un libro en la mano. Me atreví a intentar adivinar qué  libro era, pero no lo conseguí. Ella parecía estar en otro mundo. Otro, que no era el mío. El mío, en aquel momento, era ella. Sus manos, jazmín. El libro. La portada del libro era de un color crema antiguo, de esos que ya no se llevan. Pensé que qué bien que estuviese leyendo, así, estando dentro de su propio mundo color crema, no se daría cuenta de mi atención. Tenía el pelo largo, ondulado. Le caía por los hombros, casi llegaba a las páginas del libro. A veces, con su respiración, uno de los mechones del pelo que le sobrevolaban la lectura se movía mínimamente, a su ritmo. En algún momento, me pareció creer que movía una de sus manos gráciles, y se quitaba uno de estos rizos de la cara. Sonreía. La sonrisa de alguien que no está en este mundo, ya. Era una sonrisa color crema, como las tapas del libro. No podía ver de qué color eran sus ojos, puesto que sus pestañas me tapaban casi todo el ángulo posible para verlos. 
Llevaba un vestido atado a la cadera, de color malva, con una cinta negra que le ataba los pensamientos al mundo. Su cuello sobresalía de las lilas como por arte de magia, parecía increíble. No debía ser muy alta, pero tampoco demasiado baja. Tampoco era ni muy delgada ni muy gruesa. Era perfecta, pensé. Perfecta para ese momento. Perfecta para formar parte de mi mundo, desde fuera de este mundo, estando ella en otro. Pasaba las páginas del libro color crema con suavidad, como disfrutando de la casi inexistente brisa que se proporcionaba a sí misma con cada movimiento. Recordé, justo en ese momento, el olor a libro, el olor a letra, a música, a imprenta, a lectura, a placer conceptual. Sonreí yo también. No sabía qué me pasaba, pero no podía dejar de mirarla. 
Tenía la piel algo más morena que la mía, pero tampoco podría decirse que era una mujer morena. Tal vez su piel también fuese de un color crema antiguo, como pasado de moda. Era preciosa. Sin más. Seguía sin saber lo que estaba leyendo, pero cada vez me importaba menos. 
Yo estaba sentada en el jardín de su casa -supuse que era su casa- tenía las piernas cruzadas y una ramita de jazmín que de vez en cuando superponía a aquel cuadro tan singular. Pensé que quedaría ideal una foto, la chica enfocada y la flor no. O al revés. No llevaba la cámara. Me arrepentí de haberla dejado encima de la cama, junto a aquella rama de jazmín que le había dejado a él. En realidad, en seguida me olvidé de la cámara y del arrepentimiento, sólo estaba ella y el jazmín. De vez en cuando, a ella se le escapaba una sonrisa más mundana de la cuenta, y yo sentía miedo de que levantara los ojos del libro. Aún así, no dejé de mirarla. No podía hacerlo. Con la mano con la que no sujetaba las flores, arrancaba de manera nerviosa algunas hierbas del jardín, necesitaba papel y bolígrafo.
En algún momento, mientras yo pensaba cómo volvería a revivir el momento para poder escribirlo, ella se pasó la mano por el pelo, pasándose la melena del lado izquierdo al derecho (¿o fue al revés?), y yo sentí mi propia mano estremecerse al notar el frío de la hierba, y el olor de aquel cabello. Era impresionante. Ella, en aquel mundo. Yo, en el mío, que sólo lo conformaba ella, y la consciencia de otro mundo, en el que ella estaba. Entre las dos, un libro, una rama de jazmín, y la nada. La nada, el todo. El mundo. Entre ella y yo, el mundo. 

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