jueves, 9 de enero de 2014

Regalos

Llegué a aquella plaza atiborrada de gente que no conocía junto a tres chicas que me encantan. Las tres. Había gente que no conocía y había personas que me sonaban, otras que me saludan cada vez que -ahora ya menos veces- me ven por los pasillos ya casi inexistentes. Algunas eran incluso conocidos.
Entre la multitud un par de camisetas azules luchan, como las verdes, las rosas, las blancas, por unos derechos que les arrebatan. Entre el azul, una persona tímida, con una sonrisa que irradiaba luz, pero que casi no se veía. Le vi, sí le vi. En seguida, bajo aquella capa de timidez, de sombrero y de chaqueta grande, le vi. A él y a la sonrisa.
Todos, con gorro, con camisetas azules, con riñoneras, con rizos, todos, nos sentamos en el suelo -y hasta en una silla- y leímos. A mí me acompañaban Buber, Spinoza, Jesús Camargo y Jesús Saldon. ¡Qué cosas! Son mi gran favorito y un favorito aspirante a serlo, y se llaman igual. No me había dado cuenta hasta ahora.
Nos sentamos, y leímos. A Martin, a Jesuses, a Baruch. También a Cortázar y el amor en el patio. También a Marcuse. A más y más intelectuales. Les leímos allí, en medio de la plaza. Gente que pasaba y nos miraba, que nos preguntaba. Algunos que no preguntaban.
 
Él estaba frente a nosotros. No levantaba la vista de su libro (¿Qué estaría leyendo?) más que para sonreír de nuevo tímidamente, de medio lado hacia la derecha, cuando algún compañero hablaba, o cuando se levantaba para hacer una foto. Yo leía, y de vez en cuando, él me interpelaba. Sin saberlo, como casi todo, pero lo hacía. Le miraba, pues, absorta en el mundo vivo y en su sonrisa casi inexistente, y me fijaba en que era una persona un tanto extraña.
 
 
Más adelante, cuando cambiamos de escenario, se posicionó a mi lado, algunas personas más allá, por lo que no pude verle la cara. Cuando discutí con algún compañero sobre relaciones y sobre deseos, le sentí sonreír, brillando. Pero es cierto, no le vi. Tan sólo lo sentí, lo supe. Pero no lo vi. Le dibujé un árbol de la manera en que lo dibujaba de niña, e  intentó 'psicoanalizarme'. No sé si lo hizo, pero consiguió, desde el primer momento, ponerme muy nerviosa.
De repente, cogió su gran chaqueta y su pequeño sombrero, hizo un gesto de aspavientos y se fue.
 
Ya en el tren, las chicas que habían sobrevivido, me preguntaban y me decían que ellas también estaban nerviosas. Tengo que buscarle, me ha llamado mucho la atención desde el principio y no entiendo nada... tengo que buscarle. Pero... ¿Dónde? No sé cómo se llama, ni qué estudia... Qué chico tan raro. Todas reían mucho. Ella pensaba en la media sonrisa que le hacía las veces de luna cuando pensaba en comparaciones que tan sólo podían augurar extrañas comuniones.
Al poco tiempo llegó a casa y, al encender la luz de la costumbre nocturna, se lo encontró. No encontró su sonrisa, por más que la buscó, pero encontró el brillo de la palabra, que hasta ahora no había visto en su compañía.
 
Y hoy, siempre todavía, espera volver a hacerlo. Y hoy, siempre, siempre todavía, no espera que la gente le entienda, tampoco lo necesita, pero cree, siente, comunica, que esto, vuelve a ser especial. Y siente la viveza de la piel en sus dedos. Y la vida, como siempre, vuelve a sorprenderla en una sonrisa, y las sonrisas, como nunca, vuelven a regalarle el mundo... Vivo.

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