jueves, 2 de enero de 2014

Noche imposible

Le vio entre la gente un 31 de diciembre. Ya le había visto antes, pero era demasiado pequeña. Demasiado pequeña para muchas cosas, pero no para verle. Ni para que le gustase. 

Trabajaba en un estanco, en la esquina de la calle donde vivía ella. A veces ella entraba con sus padres, e incluso había entrado alguna vez sola. Era pelirrojo, tenía el pelo muy largo, liso. Su barba era también pelirroja, no demasiado frondosa, perfecta. El pelo le caía por encima de la cintura, esbelta, delgada, fina. Era alto y delgado, pero tenía unos brazos muy bonitos. Le gustaban los chicos que sonreían. A él se le asomaba la sonrisa tímida entre la barba cuando alguien le saludaba. La niña también le saludaba. Y le sonreía, mucho. Alguna vez había ido al estanco sola, simplemente a verlo, y como excusa, un cuaderno, un boli... Se quedaba embelesada mirando los cuadernos, simplemente porque olía a él. A veces, él se ofrecía para ayudarle. Ella siempre le respondía lo mismo; gracias... Entonces él, si no tenía demasiados clientes, caminaba hacia ella y le explicaba una y otra vez las características de cada uno de los cuadernos, y de los bolígrafos. Él ya sabía que los utilizaba como diarios personales, o como cuadernos de escritura, así que le contaba, sobretodo, lo que a ella le interesaba; sin embargo, ella jamás prestó atención a sus palabras, y, cuando lo hizo, sólo fue por oír aquella voz melosa y masculina. Le miraba a los ojos, los tenía de miel.

Ella iba al instituto, o al colegio, ya no se acuerda. Era pequeña. Muy pequeña. Tanto como para que, a veces, su madre sintiera recelo de que fuese sola al estanco que había en la esquina de su calle, y le acompañase a mirar cuadernos. A ella no le gustaba, porque no podía pasar todo el tiempo que necesitaba para mirarlos. Tenía los ojos verdes, pero aún no lo sabía. Pelo rizado, largo a temporadas y corto en sus peores pesadillas. Sonreía cuando su inseguridad se lo permitía, aún no había aprendido a luchar contra el miedo. Tenía muchas inquietudes, leía libros a manojos sentada en el suelo del pasillo, y a veces de la terraza. Se enamoraba sin saber lo que significaba, y escribía tonterías en cuadernos que un chico pelirrojo le aconsejaba. Buscaba, también sin saber, todo lo que la hiciese erizar, y, también por ello, bajaba a veces a buscar más cuadernos. 


Tenía veintitantos años, era algo insegura y tenía los ojos verdes. Escribía a dentelladas y le iba la vida en los enamoramientos. Era nochevieja, hacía algunos años que no salía a celebrarlo. Aquel año lo hizo. Se abrazó a su primo y a sus pilares, y salió dispuesta a celebrar que todo -o casi todo- iba bastante bien.
Bailaron en las lunas  de alguna discoteca conocida. Ella, de vez en cuando, perdía un poco la vergüenza, cerraba los ojos y bailaba sin preocuparse absolutamente de nada. Movía el pelo, rizado y largo, se sentía libre, miraba a sus pilares y a los demás, y sonreía. De repente, bailando a contracorriente, abrió los ojos y le vio. Sonrió y su corazón le avisó con acelerones de que algo estaba pasando. Casi no había tenido que verlo para recordarle. Aquel color, aquella barba... Aquella miel. Ya no tenía el pelo largo, ya no tenía pelo. Tenía la barba roja, larga, de chivo, larga, larguísima. Pero la sonrisa se le seguía escapando tímida a pesar de ello. Se cruzaron sus miradas y ella chispeó de vergüenza. Se giró bailando y le preguntó a su primo si se acordaba de aquellos me gusta mucho cuando aún era una enana. Él rió y bromeó, sabiendo cómo era la niña. Ella señaló al pelirrojo y su primo sonrió: ¡¡Es él!! 

Le contaron a su compañía, importante e imponente, la anécdota, y cómo de emocionada se sentía ella por haber recordado y avivado la atracción. Ellos rieron mientras bailaban y bromearon durante toda la noche. Cada vez que su amor infantil pasaba cerca de ellos, alguno le daba un toquecito amable con el codo. Enrojecía y seguía bailando. Se cruzó con su mirada varias veces, era imposible que se acordase.
Bailaba y era feliz por haber recuperado el recuerdo de aquella niña aún más insegura, y por ello le hacían gracia las bromas de su amiga y de su primo. Era increíblemente dichosa. De repente alguno de los dos le dio un toquecito y abrió los ojos. No sólo estaba alrededor, sino que estaba ahí, frente a ella. Le miró sin pensar la miel en la mirada y él sonrió. Era imposible que se acordase. Sonrió ella, tímida, risueña, roja, erizada ya, aunque aún sólo de recuerdo y de vergüenza. Siguió bailando, la noche no paraba ni un sólo segundo. Él bailaba también, frente a ella, con los ojos bien abiertos y las manos, bonitas, sujetando una copa, y el ritmo. Ella se dio la vuelta y su amiga la miraba, riéndose y contenta. Todo formaba parte de la misma broma, y cómo le gustaba...

Así, de espaldas a él, siguió bailando mientras hacía gestos a sus compañeros, que eran divertidos y se reían con -y de- ella. Él debió entender que era algún tipo de señal porque se le acercó hasta tocarle la cintura, estremeciéndola. Se dio la vuelta, cada vez estaba más cerca. Volvió a verdear su miel por un segundo, un sólo segundo, temeroso y casi compasivo. Era imposible que se acordara. Le acarició la cintura y, como por arte de magia la llevó hacia él. Sentía su pecho y también el tacto de su barba. Era demasiado larga, pensó. Seguían bailando cada vez más y más cerca, cada vez más y más emocionada. En algún momento vio pasar a su amiga y a su primo, que le hacían gestos de victoria y demás chufletas. Estaba emocionada y, además, le hacía mucha gracia. Al borde de su cuello, él susurró algo que ella no entendió, pero que sonrió como si hubiese sido la gloria. Le había dicho que quería besarle, pero ella no lo sabía, sonrió. La sonrisa se arqueó en beso y se erizó el mundo para que pudieran hacerlo. Le seguía acariciando sin moverse la cintura, y ahora también los labios. Era imposible que se acordara.

Se besaron durante algunos minutos, tal vez durante algunas horas, entre sonrisa y sonrisa. Se sonrieron durante mucho tiempo, tal vez durante muchos minutos, entre beso y beso. Después de aquella noche, ni siquiera había recordado su nombre, ni siquiera había preguntado nada más. Los besos y las sonrisas, las caricias furtivas, e incluso a veces involuntarias, fueron suficientes -¡y bastantes!- para tostar su piel. No hacía falta nada más. Era imposible que se acordara. Tal vez en unos años vuelvan a encontrarse. Era imposible que se acordara. Tal vez en unos días se topen por la calle y no sepan qué hacer. Era imposible que se acordara. Tal vez... Tal vez algún día podrá contárselo... Porque es imposible que se acordara, ¿No?


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