domingo, 15 de septiembre de 2019

GRANIZOS DE PIEDRA

GRACIAS. 
Podría simplemente resumirlo todo en esa palabra. 
Te has ido como viviste, con buen gusto, con elegancia. Sin molestar a nadie y teniéndonos en cuenta a todos. Amando hasta el último segundo, regalándonos una última mirada. Amando hasta el último segundo.
Él es el hombre al que más parte de mí le pertenece. Sus enseñanzas me hicieron ser quien soy, lo tengo claro desde el primer sentimiento que me empujó a escribir con piedras en los dedos y llantos en el alma. Hoy, mi llanto pesa, mi río está lleno de lágrimas duras, triste, lleno de piedras. 
Papá Andrés, el tanatorio se llenó de piedras por ti. Hoy ya descansas para siempre, o no, sólo tú lo sabes, pero al menos, querido, no sufres más. 

Érase una vez un joven y apuesto hombre de ojos azules, tan azules, tan azules como el cielo. Un día, el hombre vio a una chiquilla de quince años. Una muchacha preciosa de tez morena y larga melena, una muchacha que cantaba y bailaba junto a su padre en los tabancos. ¡Y cómo cantaba! 
El hombre de cielo se enamoró de ella en el primer instante. Luchó tanto, con ese amor por bandera, que al poco tiempo la convirtió, con caricias y alegrías, en su mujer. Sonrisa perlada la de ella, orgullo inmenso el de él.
Muy poco tiempo después, la muchacha de tez canela se convertiría también en mujer, en madre de uno, dos, tres, cuatro... ¡y hasta siete hijos! Dos niñas y cinco niños. Vivieron felices en su campo labrado con sus incansables manos, amándose a contracorriente mientras proyectaban su casa, su familia y su legado; todo ello reflejado en aquellas piedras que tanto trabajaron. 
Todos sus hijos crecieron, algunos de ellos les regalaron nietos, todos brindaron una compañía y serenidad dignas del hombre cielo y la muchacha canela. Se amaron. Siete hijos y trece nietos, una bisnieta... El resultado final. Vivieron lo que la propia vida les propuso. Mallorca, campo, nietos, gallinas, hierbabuena... Las playas del Mediterráneo. 
El tiempo, implacable y agresivo inventó una enfermedad de fuego dentro del hombre cielo, y él luchó tanto tanto, que dejó sus sonrisas en ella. 
Por su parte, la señora de tez tostada fue consumiendo su alegría en tormentos, sufriendo siempre, a veces sin motivo, y fue apagando las felicidades con lágrimas y marchitándose lenta pero implacablemente. 
Se desvaneció. Miles de excavadoras arrebataron aquel deseo de construir el futuro, aquel anhelo de regalar la vida. Aquellas, nuestras, piedras. 
Cada día, aunque rodeado de cuidados, el hombre de cielo estaba más cansado... Aunque jamás contesto algo que no fuese "bien" a la pregunta "¿cómo estás?"-
Después de los casi ochenta  y cinco años de vida soleada, se nubló. El hombre de cielo dormía ruidosamente esperando que la muerte le separara de la vida...
Pero abrió los ojos. 
Cuando al fin tuvo a todos los suyos alrededor abrió los ojos, miró, dijo sin palabras, oyó, sintió... y se fue. 


Fue así como el hombre de cielo volvió allá donde sus ojos nacieron. Fue así como volvió a mostrarnos la vida en su totalidad, la muerte más dolorosa de todas nuestras vidas. Y empezó a llover, con muchísimo viento, con muchísimas lágrimas; llovía porque hasta el cielo debía mostrar su tristeza. En nuestras cabezas, en nuestros corazones llovían piedras a granizos y empequeñecíamos en abrazos multitudinarios.
Se fue el hombre de cielo.
El que nos enseñó a amar, no sólo a personas sino también a otros seres con el mismo, o más respeto. El que nos mostró que se ama también y sobre todo con la piel. y que nada importa si estamos juntos. 
También enseñó al mundo entero que el amor eterno, entero, el del respeto por las sonrisas y por las lágrimas del otro sí existe, y que se da, sin condición. 
La muchacha de tez canela se convirtió en su viejita acanelada, que llora y llora la muerte de su cielo, de su hombre, de su mar de apoyo. Viuda del cielo, a los ochenta y tantos años, pidiendo a quién sabe quién... ¿Por qué la dejas solita ahora?
Y así pasó una eternidad.
Él, amando con amor desde la nube más amorosa. Ella, amando con amargura desde su camita, ahora ya tan grande. 



Y sobre mí, esta noche sigue granizando piedras gigantes que me impiden respirar, que me obligan a respirar agua salada desde mis ojos de bosque. Porque fue el hombre cielo, el hombre de todas nuestras vidas. 


Adiós, Papá Andrés. 15-09-2018




Escrito en el tanatorio de Jerez de la Frontera. 

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