lunes, 16 de julio de 2012

Noches agridulces.

Pon atención. Fiesta de estilos en su habitación. Debió volar, debió reír, debió llorar.  Su mente era una fuente de complejos, de inseguridades, de nopuedos varios. Pensaba en el dolor, en el hecho de no ser nada para él -nuevamente, en otras manos, sin ser nada para él-, en lo malo de encariñarse, en desearle, quizá. Su mente iba por un camino, no obstante, distinto al que había cogido su cuerpo. Éste se movía, instintivamente, sin que el cerebro se diese cuenta. Dando vueltas de campana a la propia mente que, al oír aquellas palabras, no sabía ni quién ni cómo ni por qué estaba allí, haciendo aquello. Se quedaba sin aliento, obedeciendo a su cuerpo y, sin embargo, pasaba del estado mental al estado físico, en breves momentos, breves latigazos de racionalidad mezclados con pequeños ramalazos de placer. Le llegó a sobrar la poca ropa que llevaba y, sabiendo que le daba todo, perdió la cabeza. A esas alturas, ella ya quería conocer el millón de secretos que escondía aquel cuerpo. Pensaba en su risa, mientras su boca le besaba, sin rumbo. Miedo, paralelamente al placer. El tiempo que perdía pensando en traumas insípidos se lo regalaba, poco después,  a aquél cuello, a aquellas suaves y preciosas manos, que acariciaban, ahora ya, cada recoveco de su cuerpo.  No supo qué hacer cuando cesaron los movimientos de su compañero, así que dejó que su cuerpo tomara las riendas de su mente. Él -y sólo él, aquel cuerpo- se movía a su ritmo, a su manera, tan sincera como naturalmente, mientras su compañero de juegos perdía, ahora sí  y totalmente, el control. Él perdió el control y ella controló hasta que no pudo más que unirse a él. Suspiros, movimientos espasmódicos, alguna palabra inconexa, sin ningún sentido y su nombre en sus sienes. No lo digas... Supo, sin saber muy bien ni cómo ni por qué, contenerse el hecho de repetir una y otra vez aquel angelical nombre. Él estaba allí, sobre ella, aún embistiéndola dulcemente, ya acabado, ya totalmente dentro de ella, ya totalmente extasiado y ya abrazándola como si fuese lo último que fuese a hacer en la vida.
Ella, abrazada por aquellos brazos, pero, sobretodo, besada por aquellos labios y acariciada por aquellas manos, se sentía la mujer más afortunada de la tierra, pero también descolocada, pensando en qué y en cómo y en por qué estaba allí, ahora, con él. Afortunadamente, después de la práctica del amor, envuelta en su piel, ella olvidó todo aquello, dulcemente, de una manera suave, respetuosa y, quizá por momentos, amorosa, olvidó, entre el cariño de sus brazos, todo aquello. Todo el desazón, la incertidumbre y, quizá incluso, a él. De repente vio, antes de quedarse plácida -dulcemente- dormida, ante sus ojos, que aquello era, realmente, lo que quería, sin la necesidad de aparecer cuando él quisiera, tan sólo haciendo lo que a los dos -¡a los dos! ¿Hay algo más bonito?- les apeteciera en cada instante, sin más compromiso que el cariño, que las ganas, que las vueltas de campana que podría darnos la vida al ver la mirada del otro. Sin ninguna obligación obligada, pero con todos los derechos, cuando estamos juntos. Entonces, felizmente, soñó con él, con aquel momento, con la felicidad. Y no supo qué ni por qué, pero estaba allí, siendo feliz. 

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