lunes, 22 de octubre de 2012

El beso

Se miraba las manos, ya no le quedaban uñas. Se las había mordido todas. Vaya día. Cuántas emociones. De vez en cuando leía estas dos frases una y otra vez. Era gracioso -o tal vez trágico- que una de la emociones más emocionantes le repitiese de vez en cuando dicha frase. No contento con eso, a veces aparecía por los rincones de las canciones, en su cuarto, en aquel diseño tan propio. Tenía ganas de contarle sus realidades; la noche se había comido medio cielo. A veces quería pedirle que le dejase, al menos, decirle todo el daño que podía haberle hecho y toda la felicidad que sus besos le proporcionaron, aunque quizá por menos tiempo del que ella necesitaba. Cantaba, siempre, aun muerta, reclamando unas ganas de verle, sin que la utopía apareciese como es. De repente se sorprendía azotada por una especie de fobia extraña hacia todos ellos... Nada tenía sentido. 

Atada de pies y manos a la cama, ella se dejaba besar a la manera de Klimt, poniendo todo su ser en la nada, divergiendo entre lo negro y lo blanco, entre él y ella... Entre el amor y la absoluta indiferencia. En algún momento le había querido comer la vida y en otros muchos sólo quería verle hablar, desde abajo, mientras él decía cosas tan poco sensuales como interesantes, y ella no sentía más que admiración. En otros momentos también había sido cazador de besos rechazados, de abrazos bajo árboles en universidades perdidas en el campo. Fue el rival de la costumbre. Tenían muchas cosas que descubrir. Ella descubrió millones en la suavidad de su olor, también en lo dulce de su voz, y sobretodo en el timbre del tacto de sus manos. No sabía lo que descubrió él, ni tampoco lo que quiso descubrir. Tampoco, tal vez, lo que quiera ahora. Ella sentía que no supo jamás devolverle tanta ternura, tanta suavidad y tantos intentos frustrados de explicaciones. Tampoco tenía que devolvérselos, y eso ella también lo sabía; pero se sintió vacía cuando le cortaron la posibilidad de hacerlo. En algún momento había oído de aquella sonrisa un te quiero aspirado de placer, y también ella, menos sonriente, quizá, había correspondido alguno de ellos. No le importaban, no les dio importancia.  Las caricias, los vellos erizados, los suspiros con su nombre y las tortugas olvidadas eran muchísimo más importantes. Pero él nunca se dio cuenta. Pensaba, a veces, cuando no podía dormir, que ella no tenía nada que ocultar, que no iba a mentir más cuando alguien le preguntase por aquel rincón de su existencia... Siempre dormía con una luz roja que iba y volvía a su antojo.
Tenía hambre, en algún minuto de sus sueños, de nuevo de su olor, de nuevo de su manera de tratarle, de nuevo -¿por qué no?- de su sexo, de nuevo de su mirada... De nuevo, pero siempre, de su sonrisa al aire.
No sabía cómo iba a reaccionar al verle y no supo hacerlo cuando pasó. Se le trabó la lengua como nunca y olió incesante el aroma nervioso de su -alguna vez...- compañero. Seguía oliéndole, él le abrazaba, de medio lado, como sonreía a veces, y le hacía gestos suaves en la nariz, mientras sus ojos se achicaban en un clamor  silencioso. Su  nariz se blandió renovada, reconociendo aquella textura, y, como pensando con su pequeño cerebro, guardó aquel aroma para siempre.
Hoy, ahora, ese aroma juega con todos nosotros. Juega; va, viene. Se esconde y quiere que le pillemos. De repente un abrazo fugaz con alguien fugaz -eternamente fugaz- nos devuelve a la vida aquel perfume brillante.   La fosas nasales se abren y el cerebro besa el aire; es ESE olor, pero, no es él. ¿Qué está pasando? El olor sigue jugando... 
Jugando y jugando hemos llegado hasta aquí. Porque todo juego tiene un final, y muchos finales se empiezan jugando. Quizá éste no sea el final del juego, pero sí -seguramente- un cambio de reglas. De reglas, de prohibiciones, de juego mismo... De maneras, de finales. Un cambio, un olor, un sabor... Un tacto, una persona. Un te quiero ahogado en la mentira del propio juego. La emoción hecha ceniza por haber jugado demasiado. El sexo pensado como algo crucial, enamorando e ilusionado. Un cambio. Un final. No un amor. El beso de Klimt. 

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